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La gente quema basura todo el tiempo y nadie dice nada. Sin embargo, si uno se dispone a quemar basura un 7 de diciembre a las 6 de la tarde, se gana el desprecio de algunas personas “ecologistas” de ocasión. 
Como si se tratara de un acto terrorista, cuando uno quema al diablo se gana insultos como “antiecológico”, “ignorante” o “anticuado”. Sin embargo, y contra todo lo que las personas puedan decir, YO SI QUEMO AL DIABLO.
Este sábado 7 de diciembre dejé por un lado todo lo que estaba haciendo, y sin pensarlo, fui a buscar una caja con papeles viejos y algunos volantes que había recolectado en el transcurso del año.  El reloj marcaba las 6 en punto de la tarde y la calle lucía vacía. De vez en cuando pasaba un carro pero no se miraba gente en la calle.
Mientras intentaba encender mi pequeño fogarón, a lo lejos se comenzaron a oir cuetes. Poco a poco el olor a humo inundó la calle y agarré confianza para continuar con mi labor. Aunque no vi ninguna fogata cerca de la casa.
Al fin agarró fuego mi diablo. Mientras las llamas amarillo-verde-azules crecían frente a mis ojos, mi pensamiento viajó al pasado como en un zoom out de película para chicas. Volví a mi niñez.
En esa época, el 7 de diciembre se juntaba la palomilla de patojitos peleando por ver quién tenía el bulto de chiribisco más grande. También se competía por ver quién tenía la bolsa más grande de cuetes. Todos éramos muy felices.
Mis primos y yo hacíamos alianzas para juntar aquellas ramitas secas, que al final hacían una “montaña” lista para ser incendiada.  En cuestión de minutos, a cualquier lado que se dirigiera la mirada encontraba una fogata. Los patojos más grandes hacía chozas o formas extrañas con su chiribisco. Nosotros, los pequeños, solo la apilábamos, esperando que se viera grande.
Mientras el fuego hacía lo suyo, era una tradición lanzar cuetes al fogarón. Algunos no explotaban, pero los que si lo hacían, causaban cientos de chispitas incandescentes que se elevaban al cielo. Ese era el objetivo. Disfrutar de un espectáculo fugaz y gratuito, imborrable para toda la vida.
Al consumirse el fuego, en mi casa se hacía un rezado en honor a la Virgen. Mi mamá preparaba tamales y ponche para los invitados, y era así como le dábamos la bienvenida oficial a la temporada navideña. La señora que rezaba, la hija mayor que le sostenía el rosario, las vecinas que nos acompañaban… todos son recuerdos ahora. Incluyendo a mi mamá.